martes, 13 de noviembre de 2012

AGRICULTURA





El descubrimiento de la agricultura es uno de los sucesos más decisivos de la Humanidad. Supone un cambio radical no sólo en la economía, al permitir el aumento de población, sino también en la estructuración y concepciones espirituales de los distintos grupos humanos y es presupuesto básico para otra serie de descubrimientos e inventos (entre los más inmediatos, la cerámica y la tejeduría) que, enriqueciendo el patrimonio cultural, constituyen la piedra angular sobre la que se han edificado las formas de vida posteriores. Las consecuencias más próximas son el sedentarismo de las primitivas comunidades que se constituyen en poblados y la liberación de parte de la población de la continua búsqueda de alimentos. De esta manera, la existencia de tiempo libre permite acelerar el proceso cultural, independizando al hombre de la naturaleza.


La producción intencional de plantas útiles junto con la domesticación de animales, es decir, la posibilidad de producción artificial de alimentos tiene su origen hace 8.000 años. Las plantas se empiezan a cultivar antes del 6.000 a.C. en el Próximo Oriente, donde se encuentran en estado silvestre algunos cereales que el hombre cultiva por primera vez. Esta región es, con toda probabilidad, el centro donde se crea la agricultura, según revelan las excavaciones arqueológicas de los poblados de Jarmo y Jericó, donde en los niveles más profundos se encuentran indicios de la posesión de cereales y algunos animales domésticos.

El proceso de cultivo y cosecha de plantas alimenticias transcurre en un largo lapso de tiempo, que posiblemente abarca un milenio. En este periodo, los pueblos mesolíticos recolectan especies de gramíneas silvestres que almacenan en sus campamentos. La invención de la agricultura se atribuye a la mujer, por ser esta la que en las comunidades de cazadores tiene la misión de recolectar las plantas comestibles.



Este fenómeno lleva a la escuela etnológica histórico-cultural de Viena a señalar los elementos característicos del ciclo agrícola matriarcal originado por la posesión de la mujer de los conocimientos de la germinación. Este ciclo estaría caracterizado económicamente por una incipiente agricultura en la cual la mujer desarrolla las tareas propias del sembrado y cuidado de las plantas, en relación con concepciones sociales y religiosas que motivan el predominio de la mujer en la sociedad, en la que la idea de la fecundidad y sus conexos (sangre y fertilidad, ciclos lunar, agrícola y femenino), y el arraigo de las prácticas mágicas, constituyen rasgos típicos de las sociedades agrícolas.

Posteriormente, todo ello se desarrolla en las concepciones religiosas de carácter telúrico en torno a la Madre Pristina o gran diosa y en las divinidades infernales objeto de antropomorfización, no exenta de carácter poético, en la religiosidad greco-latina.

Los métodos de la agricultura varían según los elementos técnicos disponibles y las condiciones fisiográficas. En los primeros estadios del Neolítico se practica una agricultura simple de azada y en los lugares boscosos se procede a la tala y quema periódica. Posteriormente, la introducción de abonos y sobre todo el progreso técnico que supone la invención del arado, que implica necesariamente la posesión del ganado mayor, conduce al desarrollo de la agricultura moderna. La agricultura explota el ciclo vegetal en cuatro etapas: la preparación del suelo, la siembra, el cuidado de los campos de cultivo y la recolección. El cultivo de las plantas exige un trabajo previo de preparación del suelo, que se realiza mediante un doble proceso: remoción de la tierra y mejoramiento de su composición química.

La agricultura implicó la domesticación de algunas especies de animales, que servían como alimento (leche y carne) y como fuerza de tiro. Se tomó el hábito de trabajar la tierra o acondicionarla, con la finalidad de sustituir la vegetación natural por asociaciones útiles. En la mayoría de los casos, se combinó el cultivo con la ganadería.


Hasta finales del S. XVIII, los trabajos del campo movilizaron a la mayor parte de la población activa de todos los países: el 70 un 80% de las personas se dedicaban al trabajo de la tierra. La ocupación que en ella hallaban era irregular, marcada por largos tiempos de paro forzoso, según la temporada; pero en el momento de trabajo, cuando era necesario preparar las tierras, sembrar o cosechar, su presencia era indispensable. En las sociedades nacidas de la revolución industrial, un trabajador era capaz de cosechar la cantidad necesaria para alimentar a unas quince personas más, de manera que la parte dedicada a las tareas agrícolas no representaba más que el 10 u 8%. El campesinado va perdiendo su importancia relativa en todas las partes del mundo: en numerosos países va a disminuir sus efectivos de manera absoluta. A pesar de la pérdida de mano de obra de la agricultura, ésta sigue condicionando la vida del conjunto de las poblaciones. Las dificultades que resultan de la rapidez de su evolución y la gravedad de los problemas que debe afrontar, la hacen acreedora de una constante atención. En las naciones industrializadas, los labradores se ven afligidos por un exceso de producción. Por otra parte, ellos no pueden satisfacer las necesidades de una población que va en aumento demasiado deprisa.

 
En el siglo XIX la agricultura se beneficia de las nuevas posibilidades que ofrece la industria. Aparecen las primeras máquinas (segadora, 1834), mientras que le uso de los abonos fosfatados se extiende, a partir de 1873. Se empiezan a utilizar las primeras híbridas seleccionadas en los laboratorios, y la lucha contra los microbios y parásitos empieza a tener cierta eficacia. Las superficies cultivadas aumentan de manera significativa, al igual que los rendimientos. Este movimiento general, que continúa y se acentúa durante todo el siglo XX, hace emerger una agricultura de nuevo tipo. Con ritmos propios en cada país, las explotaciones se mecanizan, se equipan con máquinas diversas (tractor con neumáticos a partir de 1929) y se concentran para alcanzar superficies cultivables más extensas. Se desarrolla un número creciente de cultivos y especies gracias a las unidades intensivas de producción o almacenamiento. Empiezan a crecer en grandes invernaderos frutas, verduras, flores… en grandes cantidades sin importar la estación e incluso el suelo, que en algunos casos es reemplazado por soluciones nutritivas. Estos fenómenos provocan el descenso del número de explotaciones agrarias y de los agricultores. Durante el éxodo rural, iniciado a mediados del siglo XIX, el campo es abandonado poco a poco en beneficio de las ciudades. La agricultura se encuentra al poco tiempo en una tenaza, cuyos brazos son los todopoderosos proveedores, que venden máquinas agrícolas y abonos caros, y los despiadados clientes, que compran los productos baratos para revenderlos o transformarlos. El agricultor que quiere sobrevivir es obligado a endeudarse para aumentar su producción y a menudo a aumentarla para hacer frente a sus deudas.

Frente a esta postura, los agricultores abrieron una nueva era en la alimentación al crear cooperativas de compra.

El ramo agroalimentario ocupa en la actualidad un lugar importante y en algunas ocasiones preponderante, en el sector industrial. La variedad de sus productos -en conserva, envasados al vacío o congelados- no cesa de ampliarse. En el comercio al detalle compiten ya con los productos agrícolas. Y su éxito debería seguir aumentando. La industrialización de la alimentación es una etapa característica de las sociedades desarrolladas del siglo XX.

A partir de 1920, el peso de la agricultura ecológica, que pretende mejorar las cualidades nutritivas de las producciones, limitando al máximo la contaminación de los abonos, es relativo. Pese a sus limitaciones, no debe eludirse su importancia en algunos países, como Alemania o los Países Bajos. Quizá esté llamada a experimentar cierto desarrollo, dadas las preocupaciones ecológicas actuales y habida cuenta del gusto de los consumidores por las producciones "naturales". Pero sus precios de costo, por el momento, son elevados. Existen programas agroalimentarios, como el que la CEE puso en marcha en 1979, que consisten en evaluar la relación entre la calidad de los productos y las técnicas de producción.

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